lunes, febrero 27, 2006

Empresario del Siglo XXI

Carlos Llano Cifuentes, uno de los pensadores empresariales más importantes del país, nos da el perfil del entrepeneur que necesita el México del siglo XXI.

En estos días, caracterizados por el humor transicional y peticiones de cambio dentro y fuera del gobierno, se oyen frecuentemente voces que solicitan modificaciones en el modelo económico del país. Dudo que muchos sepan qué quieren decir cuando piden un nuevo modelo económico. En cualquier caso, ningún modelo económico es capaz por sí solo de hacer que los mexicanos hagamos un buen trabajo. Para ello se necesita, además de un apropiado enfoque de la macroeconomía, un marco jurídico coherente, y sobre todo un conjunto de convicciones éticas vividas por los ciudadanos. Lo que necesitamos es un nuevo modelo de empresa, aunque no se desprecien ni las grandes visiones de la economía ni los amplios marcos jurídicos. El nuevo modo de hacer la empresa requiere un nuevo modo de ser del empresario. El empresario del siglo XXI, por un lado, ha de saberse manejar entre la expansión globalizadora de los mercados y la contracción especialista de sus servicios o productos; pero también, por otro lado, ha de lograr una síntesis entre las vertientes humana y tecnocrática de la empresa; por último, el empresario que no consiga la subordinación de la competencia a la colaboración, no alcanzará mantener a flote a su organización, cuya cohesión se observa cada vez más atacada.
1) Globalización y especialización La globalización se extiende a los ámbitos del mercado, de la adquisición, del capital, de la cultura y del personal de trabajo. Nuestra mirada directiva se refería antes a un contorno específico del mercado. Esta perspectiva mercantil ya no sirve: los mercados han perdido la posibilidad de manejarse en plural. Se han hecho universales las informaciones mercantiles: el internet generaliza cualquier oferta y cualquier demanda. El mercado más grande del mundo no es Estados Unidos, sino el mundo mismo: nuestro primer cambio es el de alargar el horizonte de nuestra mirada. Mas la globalización no se refiere sólo al mercado de venta, como muchos suponen, sino paralelamente, al de adquisición; y no sólo a las materias primas que componen nuestro producto, sino a las partes mismas, ya elaboradas, que lo integran. Un habano -por ejemplo-, cuya concepción original proviene de Cuba, se elabora hoy con tabaco recogido en las vegas de Santo Domingo; con fibras cultivadas en tabacales de San Andrés Tuxtla, Veracruz, y con la capa exterior proveniente de Camerún; las operaciones industriales se realizan en Kingston, Jamaica, y las comerciales se dirigen desde Nueva York. Se trata de un simple cigarro habano. A la globalización del mercado sigue el carácter internacional del capital. Encontramos una homogeneización en las finanzas: el dinero se ha convertido en un commodity sin origen particular. Pero debe tenerse en cuenta que la globalización económica no monopoliza todos los aspectos internacionales de la vida: la empresa ha de encararse con la multiculturización. Las diversidades caracterológicas, étnicas y geográficas de cada pueblo están adquiriendo una mayor autoconciencia y autoafirmación, no siempre de signo positivo. Nuestras empresas tienen que convivir sabiamente con la generalización económica y con la especificidad cultural. El individualismo analítico de los norteamericanos, la armonía sintética de los japoneses, el interés social y aprendizaje de los alemanes, la seguridad y calidad de los suecos, el sacar fuerza de flaqueza de los holandeses,... representan diversas maneras de hacer negocios. Diversidades entre las que el director mexicano ha de asimilar aquéllas que consuenen y aumenten su propio modo de ser, que también lo tiene y que debe descubrir y aprovechar. Por otra parte, la globalización del mercado, de la cultura y del dinero se ve acompañada por la del personal. Hoy los obreros de Detroit no compiten con los capitalistas de la Ford o de la Chrysler, sino con los propios obreros automotrices de Osaka o Kioto; y los competidores directísimos de nuestros operarios textiles del Estado de México son sus homólogos de Corea o Bangladesh. No obstante, este movimiento de dilatación necesita ser complementado paradójicamente por otro de contracción. Si en el terreno del mercado, dinero y personal debe pensarse a lo grande del mundo, en el del producto y servicio se ha de pensar a lo pequeño de su especialidad.
Heinrich von Peirer, Presidente de Siemens, la mayor compañía privada alemana, señala que el título de global player, exige tres inapreciables condiciones: en primer lugar, debe tener, al menos en uno de sus productos, una posición de primera línea en los grandes mercados del mundo; en segundo lugar, los directores en sus diversos lugares han de ser ejecutivos oriundos del país en cuestión; finalmente, cada actividad ha de dirigirse desde el sitio en donde se encuentra la mejor habilidad operativa para un aspecto determinado del negocio. Esta constricción a especialidades muy determinadas en el producto o servicio es precisamente la que permite la apertura globalizadora, la cual hace posible que las empresas medianas y pequeñas puedan abrirse al gran mercado del mundo, dando origen a lo que en la bibliografía del management se denomina empresa virtual. Sería así virtual una empresa que inexplicablemente elabora un determinado producto o presta un servicio específico sin contar con lo que antes se consideraba como imprescindible. Hasta hace poco, las empresas buscaban la integración de todas las operaciones generadoras de valor económico. Yo tendría que hacer todo aquello que proporcionara un valor agregado a mi producto o a mi servicio; pudiéndolo hacer yo, sería estúpido permitir que otro lo hiciera, obteniendo él una utilidad que me correspondería a mí. Nacieron entonces los grandes grupos de empresas que iban diversificándose, por arriba, en busca de la materia prima original y, por abajo, en busca del último consumidor. El concepto de la empresa virtual procede al revés: cada empresa debe plantearse qué operaciones de la cadena de valor agregado han de pertenecerle o estar fuera de ella (vale decir, si las personas que las realizan deben encontrarse en su nómina o entre sus proveedores y clientes). En este punto se juegan ahora las cartas principales de la baraja de cada negocio. No debemos, por tanto, elaborar lo que puede ser hecho por entidades ajenas con menor costo, mayor calidad y menor tiempo. Tales funciones serán realizadas por clientes o proveedores contratados por proyecto. Más aún: yo sólo debo realizar aquello que sepa hacer con costo, calidad y tiempo mejor al de cualquier otro en el mundo. Ahí se debe concentrar toda la densidad de mi negocio; lo demás será encargado a empresas ajenas a mí, pero asociadas conmigo en una red de diseño, producción, servicio y venta que los japoneses denominan Keiretzu en donde lo propio y lo ajeno forman líneas sutiles de no fácil discernimiento; esto es, un nodo, un complejo tejido de actividades planetariamente coordinadas, aunque con distinto accionariado, propiedad o dominio. Ya en 1990 el productor de ropa femenina más grande de los Estados Unidos, Liz Claiborne Inc., contaba con 300 proveedores en Hong Kong, Corea del Sur, Filipinas y la República Popular China. En su extensa red de proveedores, una sola línea de producto puede incluir un suéter tejido a mano de Corea, un suéter a máquina de Taiwan; una camiseta de algodón de Malasia y otra de Panamá; una falda de seda estampada de Japón, otra de color liso de algodón de Tailandia y pantalones de rayón de Corea. Lo importante es que cada una de estas prendas debe estar bien hecha y debe combinar exactamente con las demás. Asimismo, Hella KG Hueck, fábrica de luces delanteras, cuenta entre sus clientes a Volkswagen, Mercedes Benz, Ford, Renault, Fiat, Chrysler, Toyota y Nissan (Glouchevitch, Juggernault, Andrés Bello, Chile, 1995). Lo sorprendente para nosotros es que este doble movimiento de diástole y sístole, se dé también en la pequeña empresa italiana, caracterológicamente más cercana a nosotros.
Es evidente también que la informática, el internet, la fibra óptica y el correo electrónico, resultan herramientas muy útiles para esta sincronización de tantos elementos de tantos productos o países diversos. Pero lo que no resulta tan evidente es lo principal: la herramienta cibernética tendría un efecto contraproducente si estuviera privada de un factor ético decisivo, que es la piedra de toque de toda empresa virtual: que cada uno de los puntos de la red tenga la capacidad de cumplir los compromisos exactamente como fueron prometidos. Ésta es la condición sine qua non: que los factores vinculados sean cumplidores de sus promesas. Como siempre, en el fondo de cualquier negocio, incluso el virtual, lo decisivo no es la técnica sino la ética. El software más sofisticado se atascaría si quienes se relacionan por medio de él no responden de su palabra.
2) Síntesis entre las vertientes humana y tecnocrática de la empresa Peter Drucker nos anticipó con clarividencia hace veinte años que en la administración del futuro los materiales perderían progresivamente valor mientras que los conocimientos progresivamente se revalorizarían. Digámoslo metafóricamente: el hardware es ahora menos valioso que el software. Pero, ¿de qué conocimientos estamos hablando? Para el caso del director, estos conocimientos no se identifican con la acumulación de los saberes propios de los especialistas. Diríamos que es al revés: el director de una empresa no necesita, para ser buen director, conocer lo que saben todos los especialistas a su cargo. El management implica por esencia la acción de síntesis entre las diversas especialidades: la ingeniería de producción, la economía del mercado, la jurisprudencia del abogado corporativo, la psicología del director de personal, las reglas contables del contralor, los sistemas financieros del tesorero... No requiere saber más acerca de tales campos que quienes están responsabilizados de ellos. Necesita en cambio imperiosamente de un conocimiento distinto, una perspectiva diversa: la capacidad de interrelacionar todos esos elementos heterogéneos -y muchos más- que concurren en la organización; factores disímbolos que gozan cada uno de legítima autonomía; profesiones y oficios con códigos técnicos y operativos dotados de tal coherencia interna, que los hacen irreductibles a los códigos de otras operaciones con los que, no obstante, deben relacionarse íntimamente. Esta aptitud de armonía o ensamble se llama interdisciplinariedad. Por eso yerran quienes pretenden perfeccionar la acción directiva por medios tecnológicos, a los que se añaden postizamente prótesis de cultura, lo cual acaece en casi todas las escuelas de negocios, de administración, de ingeniería. La interdisciplinariedad es fundamentalmente humanista. Pero la interdisciplinariedad de la que hoy hablamos reviste una característica nueva, debido a la importancia que reivindican para sí los aspectos culturales, éticos y antropológicos en las empresas. Zagal Arreguín asegura que el meollo de lo postmoderno es la síntesis entre la vertiente humana y la vertiente tecnocrática; la reconciliación entre el mundo vital (cotidiano, personal y sencillo) y la complejidad de la tecnoestructura. He aquí la bicefalia directiva a la que nos referimos. El director necesita ahora no ya la exactitud del ingeniero ni la habilidad del político, sino ambas simultáneamente. A los obtusos problemas predominantemente técnicos se añaden hoy los culturales, morales, sociológicos, ni menos complicados ni, evidentemente, menos profundos. Conocemos a muchos matemáticos rigurosos y exactos, pero no siempre simpáticos; conocemos también a muchos políticos simpáticos pero rara vez rigurosos y exactos. Y esto es lo nuevo: ambos aspectos -la tecnología y la cultura- reclaman hoy en la empresa su primacía con paridad de rango. Si siempre fue necesaria su síntesis, hoy no se trata de una mera necesidad, sino de una perentoria exigencia: fracasará toda empresa que no cuente con directores capaces de entenderse con los hombres tanto como manejarse con los números.
3) Colaboración y competencia Además de los dos caracteres ya mencionados que el empresario debe asumir simultáneamente, el perfil del management abocado ya al siglo XXI debe incluir en su cultura otro carácter: la subordinación de la competencia a la colaboración. El hombre de empresa resaltaba hasta hace poco tiempo el talante competitivo de la vida. Estoy muy lejos de desmerecer esta característica insustituible en los negocios. Sin la competencia los procesos mercantiles se paralizarían. Pero nuestro error es el de elevar la competencia al lugar privilegiado de las relaciones humanas, convirtiendo así todos nuestros nexos individuales en transacciones mercantiles. No sobreviven entonces los más fuertes -como querría Darwin- sino los más violentos. La violencia, bajo el eufemismo de agresividad, se convierte así no sólo en la ley de la calle -del asalto, del secuestro- sino en el régimen de nuestras propias empresas. Max Weber manifestaba el carácter impersonal del mercado al afirmar que cuando el mercado se abandona a su propia legalidad -la oferta y la demanda- no se conoce ninguna obligación de fraternidad ni de piedad, ninguna de las relaciones originarias de las que son portadoras las comunidades de carácter personal. Este modo de hacer empresa, que arranca de Maquiavelo, Hobbes, Rousseau, Adam Smith y, por paradójico que parezca, de los mismos Marx y Freud, tiene como fundamento una concepción equívoca -aunque desgraciadamente difundida- del hombre, según la cual éste es fundamentalmente egoísta. De modo que la sociabilidad es un fenómeno accidental y aleatorio del ser humano; el así autodenominado presuntuosamente realismo político destaca tanto el egocentrismo del gobernante como el del empresario, que se sirven de los demás como escalones para su éxito personal. Destouzos (Made in America) ha dictaminado seriamente, al estudiar los problemas en la industria del país aún más poderoso del mundo, que hay en él un exceso de competencia y un déficit de cooperación, al punto de que muchos empresarios han atrofiado la innata capacidad de todo hombre para lograr metas comunes con los demás, porque sólo saben competir versus otros. ¿Por qué hemos descarnado nuestras relaciones de negocios hasta proscribir en ellas lo que es más serio de la vida? ¿No es el momento de hacer compatible la vida de la empresa con una existencia verdaderamente humana, en donde nuestros auténticos valores no sólo no se marginan, sino que, al revés, dan aliento, vida y estímulo a todos nuestros trabajos profesionales, incluyendo los mercantiles? Quizá menos influidos por el modernismo occidental, los denominados tigres del Pacífico han retomado una concepción más auténtica del hombre, según la cual las relaciones personales, la sociabilidad y, por qué no decirlo, la solidaridad, no son meros epifenómenos, estadios accidentales de la verdadera naturaleza humana, sino todo lo contrario: dimensiones específica y auténticamente humanas. A pesar de lo aparentemente novedoso e ingenuo de esta postura, sus raíces se remontan hasta los albores de las visiones racionales del mundo. Ya Aristóteles había dicho que se podía ser feliz sin dinero y sin poder, pero no sin amigos.
Hoy se sabe que el espionaje industrial, además de caro, tiene efectos a muy corto plazo; que una dirección que explota al trabajador genera alta rotación de personal; que el manager y el trabajador en general no pueden vivir con una esquizofrenia de valores distintos entre la empresa y su hogar; que los conocimientos y la información pueden compartirse entre los competidores, en beneficio de todos. Dejemos de lado el análisis de la imposibilidad de un éxito profesional estable, de larga duración, utilizando a mi prójimo como escalón, y llevando una vida personal o familiar desintegrada. En el terreno meramente pragmático, no es casual la coincidencia de la empresa virtual y este nuevo énfasis de la cooperación por encima de la competencia, y esta vuelta a lo clásico ha mostrado su éxito en empresas como Harley Davidson, Salomon Brothers, Hewlett Packard, Bimbo, o, en su momento, la línea aérea People Express. Es increíble que a estas alturas muchos empresarios sigan concibiendo que un clima de intimidación, inhospitalidad y ausencia de reconocimientos pueda generar frutos positivos; concepción errónea no sólo por ser antropológicamente falsa, sino también pragmáticamente miope.

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